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Las máscaras del César

En diciembre tuve el acto reflejo de recordar La Tragedia de Julio César de Shakespeare. La leí y confirmé que el material podía funcionar como piedra de toque para territorializar y enmascarar el dramatismo coyuntural en el que nos vemos inmersos como pueblo, en una investigación teatral. Y como siempre, lo que nos interesa con mis compañeres de aventuras, especialmente con Antonella Pais, con quien vengo compartiendo la dirección, es justamente declarar los temas (coyunturas) como elementos seleccionados por su ardor, para darles ingreso al dispositivo artificial de ataque, ruptura y recomposición: la máquina teatral. Es mediante el dominio de la asociación libre con eje en los cuerpos actuantes y una serie de consignas formales, que buscamos dar con versiones dramáticas y poéticas sobre esos fenómenos comunes y reconocibles. Es decir, poner el cuerpo del actor o la actriz a resonar detrás de una máscara obra, máscara personaje, máscara tema, sus propias improntas, sus gritos sagrados acerca de las cuestiones de turno, pero desde las profundidades de las cuestiones de siempre, las más universales, las inquietantes preguntas sobre nosotros. Se trata a su vez del impacto de un “nosotros” coyuntural con el “nosotros” existencial, y este impacto alcanza una fuerza particular ante las grandes crisis en el frente histórico. Las preguntas sobre quiénes somos y a dónde nos dirigimos se ponen en juego con mayor fuerza, como en un teatro. Estas preguntas se pueden traducir, por ejemplo, a un interrogante central de nuestra obra, que es a su vez un interrogante central en la obra original, “¿Seremos cómplices de esta rampa hacia el abismo?”. Jugamos a esta pregunta: refiere, es cierto, a movilizar a la reflexión sobre cuánto de nosotros forma parte del destino trágico y doloroso en el que nos sumerge un puñado de gobernantes locos. Pero hay otras capas: ¿acaso no se pregunta el actor por sigo mismo como parte de una escena en el puro presente? Quiero decir, la escena abriendo campo a la instancia existencial de ese ser actuante munido de una política de acción liberada, militante, contra viento y marea, en la total intemperie y abandono en el que se teje una obra de teatro, ¿no nos enfrenta en esa instancia humilde y marginal con el poder transformador del que somos capaces y hemos sido separados, alienados a una reproducción social que nos adormece y justifica la posibilidad de alcanzar este papel en esta circunstancia histórica paupérrima? 

La dramaturgia que resolví se ajusta a un primer paso hacia la nueva territorialización de la fuente Julio César en otro texto muy distinto. Sin embargo, por todo lo dicho, no deja de ser una primera mascarada para conectar con el público, establecer puentes a través de los cuales hacer llegar con la potencia de la actuación la agitación de otros asuntos. Porque no estamos muertos aunque parezca, no comemos los vidrios de los espejitos de colores para siempre, ni la carne picada de ningún tema. Estamos ahí latentes a la espera de nuestro momento, mascullando una venganza, una conspiración que nos regrese nuestras pertenencias componedoras del mundo bajo nuevas condiciones. Nos sumamos como podemos a ese travieso murmullo aún de bambalinas, apenas como un acto reflejo clandestino desviado por el prisma de la maquinaria escénica. Por lo demás, en Piedra Infinita hay uno que sostiene un supuesto Julius, para que los otros, traidores de toda estirpe y calaña, actores operadores arañas hilanderas de discursos ponzoñosos, es decir, Senadores, provoquen a cada rato una pedrada misteriosa surgida del pozo ciego de una bambalina temeraria. Pero ojo: las malas lenguas aseguran que las piedras en cuestión emergen sí de un pozo ciego, pero lo ubican más bien detrás del trono de las defecaciones del César que supiiimos coonseeeguiiiir…

*Autor y co director, junto a Antonella Pais, de Piedra infinita. La obra se presenta los domingos a las 20h en Belisario Club de Cultura de Av. Corrientes 1624.

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