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La mirada de Lucrecia Martel

Crecí en una familia en donde el cine siempre fue un tejido común que me hizo aprender, descubrir, fantasear, imaginar. Con mi papá miraba las de terror y las de zombis; con mi mamá históricas, desde Asterix a Ben-Hur; con la tía Clyde, melodramas; con mi tío Evaristo, westerns. Fue más tarde, ya en la universidad, donde empecé a intuir una relación entre géneros cinematográficos y géneros sexuales.

No me imaginé que estas experiencias pre-académicas se volverían tan presentes a la hora de explorar la obra de Lucrecia Martel.

Hace poco más de veinte años me encontré por primera vez con su cine. En esa época ya había salido del cascarón familiar y me rodeaba de cinéfilos y críticos. Mi hermano se burlaba de ellos describiéndolos como “criaturas de anteojos de marco grueso y bolsitos cruzados al pecho”. Gesticulaban fuerte, competían por sus opiniones, se volvían locos por las listas. Era mi mundo, me gustaba estar ahí, aunque a la vez sentía cierto desajuste o extrañeza. El 2001 yo estaba trabajando de ángel en el Bafici. Venía totalmente intoxicada de cine, fiestas, gente, lecturas. El día después me compré una entrada para ver una película de una directora poco conocida pero de la que se venía hablando bastante. Vi La Ciénaga y me desarmó; desató una mutación que es la que intento compartir en este libro.

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Esa comunidad pegajosa de mujeres tremendas me descolocó. Recuerdo un estado de embriaguez diferente, un mareo y una certeza al mismo tiempo. Temblaba de miedo y emoción.

No entendí nada o, en realidad, sin poder procesarlo del todo, fue por la piel, en los oídos, que la película me arrebató. La caminata zombi de las reposeras de la primera escena y el cuento de la rata africana se conectaron con miedos bien cercanos.

No puedo decir exactamente cuántas veces volví a ver La ciénaga, primero en el cine y después en DVD, pero sé que en ese tiempo cursé la materia de análisis y crítica de Ana Amado. Gracias a sus apasionadas clases, descubrí el cine de Yazujiro Ozu y la perspectiva feminista. La cámara ubicada a la altura del tatami, las historias de mujeres atrapadas en la familia y los famosos planos almohada (pillow shots) me animaron a mirar, preguntar y conversar. Este libro es una prolongación de esas conversaciones, de las que tuvimos y de las que me hubiese gustado tener. No tengo dudas de que el espacio académico, muchas veces denostado, puede ser también un lugar de vitalidad. Al menos a mí me abrió para escribir desde un lugar nuevo, que apuntaba menos a clasificar y adjetivar, y más a expandir esa atmósfera pantanosa que no me dejaba tranquila.

Pasaron años. Más de una década desde el estreno de La ciénaga. Este ensayo empezó tartamudeando, cuando poner en palabras lo que sentía parecía una expedición cuesta arriba. El cine de Lucrecia Martel había sido muy trabajado por un grupo de especialistas destacados del “Nuevo Cine Argentino” y la sensación que me transmitían era que “ya estaba todo dicho” y volver sobre Martel era algo condenado a la repetición. Zama todavía no se había estrenado, había pocas entrevistas y materiales disponibles de esta directora. Sin embargo, en muy pocos años, este contexto inicial se modificó. La perspectiva de género, así como las películas y la presencia pública de Martel, dejaron de ser una rareza y ahora tienen peso y espacio, una resonancia -tensa- en la vida cotidiana.

Así me aventuré a recorrer el cine de Martel, frecuentemente catalogado en la tradición moderna y autoral, desde algunos géneros amigos de lo incierto. Propongo un camino personal, cercano, donde se mezclan la perspectiva feminista, la teoría queer, lo fantástico, el terror y la ciencia ficción, porque en los miedos, las sorpresas y nervios ante lo extraño, puede desatarse otra manera de concebir la realidad. El libro se llama Cruzando géneros y busca acercar la obra marteliana como un portal, un cruce hacia lugares inesperados, que ojalá puedan dar lugar a nuevas conversaciones.

*Autora de Cruzando géneros – Un recorrido por el cine de Lucrecia Martel.

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