Norita cabalgaba por el campo cuando el animal frenó en seco. Ella cayó al piso y el caballo, asustado por algo, le pisó un tobillo. La chica debió ser operada y quedó desde entonces con un leve defecto al caminar. La familia lo tomó como una desgracia: la joven Nora se había recibido de profesora de danzas hacía apenas 5 días y ya no pudo volver a bailar clásico. Al final no fue para tanto. Ella hizo su vida normal, trabajó en la empresa familiar, se casó con un médico y tuvo dos hijos.
Aún faltaban 30 años para el noviembre de la tragedia.
El 26 de noviembre de 2006, domingo, Río Cuarto amaneció bajo un diluvio. Al mediodía estaba fresco y seguía nublado cuando el oficial inspector de la Policía de Córdoba, Sergio Liendo, llegó al chalé ubicado en la calle 5 de Villa Golf, un barrio semicerrado ocupado mayoritariamente por profesionales de buen pasar.
Al policía le habían dicho que fuera a fijarse porque “había una denuncia” en el lugar. Esa era la casa del traumatólogo Marcelo Macarrón y su familia, pero no había nadie.
El oficial golpeó las manos, dio un rodeo por el jardín, echó un vistazo alrededor de la pileta y tanteó una puerta de atrás que daba a la cocina. Estaba abierta.
Vio que en la planta baja todo estaba ordenado y se acercó a la mesa del comedor, porque le llamó la atención un papel suelto. Era una nota escrita a mano.
Leyó: “Nori, esta noche está reservado para ir a comer al Alvear. Llamame para confirmar. Que no decaiga. Polly”.
Buscó entonces las escaleras, subió y entró al primer cuarto que encontró. Allí estaba.
Una mujer muerta, desnuda, boca arriba, sobre una cama con sábanas de un verde chillón.
Tenía los brazos hacia los lados, siete anillos en los dedos y un Rolex blanco en la muñeca izquierda.
Un cinto de tela de toalla le rodeaba el cuello, justo encima de un moretón.
Si no hubiera sido por el cadáver, el cuarto sólo habría parecido un sitio donde alguien había dormido.
Había un jean acomodado sobre un puff azul, una bata de toalla blanca y una bikini rosa al pie de la cama.
Sobre la mesa de luz, un pote de vaselina, a medio metro de un mueble donde había un paquete de Marlboro 10, una cadena de plata con un trébol de cuatro hojas y una billetera intacta, con todas las tarjetas de crédito, ocho billetes de 100 pesos y uno de 50. En aquel entonces, ese dinero en efectivo equivalía a unos 280 dólares.
Al lado de la billetera, dos estuches vacíos de celulares y uno de los teléfonos, suelto.
El otro teléfono no estaba. Es lo único que el asesino se llevó de esa casa hace 18 años. Aquel celular de Nora jamás apareció.
Recién un par de días después se dieron cuenta de que algo más faltaba en el chalé de los Macarrón.
Gala, la perra cocker que habitualmente encerraban en un lavadero, tampoco estaba allí ni en ningún sitio de la casa.
La hallaron varios días más tarde, en los suburbios de Río Cuarto, más cerca del campo que del centro de la ciudad, por donde deambulaba temblorosa, perdida y hambrienta.
Nora Raquel Dalmasso tenía 51 años, un marido y dos hijos.
Facundo, que estudiaba Abogacía en la ciudad de Córdoba, y Valentina, que estaba en Estados Unidos por un intercambio estudiantil.
Su esposo, el doctor Macarrón, estaba en un torneo de golf en Punta del Este.
Justo una semana antes habían festejado su cumpleaños en el quincho de la casa, con 40 invitados. Otra de las reuniones sociales en la que ambos aparecían unidos y sonrientes, aunque el matrimonio naufragaba: tras el crimen de Nora, una considerable cantidad de testigos abundó en detalles sobre las infidelidades de ambos.
Ese recoveco abrió más grifos para ir inundando las razones del asesinato, porque irrumpían terceros en escena.
Personajes conocidos y otros ignotos. ¿Había, además, relaciones ocasionales? Ahí los rastros se esfuman.
Aunque fue a la escena del crimen inmediatamente, el fiscal Francisco Di Santo pareció superado por la situación.
Como muchos años después le ocurriría a su colega Viviana Fein mientras entraba al departamento del fiscal Nisman, en Puerto Madero, aquella vez en Villa Golf también hubo un desfile incesante de personajes por la casa del crimen.
Policías, peritos, vecinos y hasta curiosos que se acercaron para ver qué pasaba. Y un cura.
La confusión fue tal que luego el fiscal ordenaría que todos ellos se sacaran sangre para hacerse pruebas de ADN y cotejarlas con los rastros genéticos hallados en el lugar.
Nora, sola en su casa aquel fin de semana, había estado cenando con sus amigas –Polly, la del mensaje en la mesa, era una de ellas– y luego fueron a tomar champán.
La reunión fue en la casa de una vecina. Se fue a las 3.30 de la madrugada y entró con su auto al garaje de su casa, a pocas cuadras.
Saludó con un toque corto de bocina a otra de las amigas que la había seguido en otro coche. Todo bajo un diluvio.
Nunca se supo si el asesino ya la esperaba adentro de la casa o llegó minutos después.
¿Era un desconocido o se citaron por mensaje de texto? En la escena del crimen también estaban los lentes de Nora, que era miope, pero no había libros ni revistas.
Quizá usó los anteojos para mensajearse con alguien a través del celular que luego desapareció, pensaron los investigadores.
Los forenses determinaron más tarde que las relaciones que Nora tuvo esa noche fueron “posiblemente” consentidas.
“Posiblemente” significa que quizá sí. O quizá no. Y eso fue todo.
Después, la imputación se inclinó hacia la figura de violación seguida de muerte.
Luego hubo un pintor de obra detenido y liberado –después de que los vecinos de Río Cuarto hicieran una marcha en su defensa afirmando que se trataba de un “perejil”– y una extraña imputación a Facundo, el hijo de la víctima, por un ADN incompleto que descifró un laboratorio del FBI en Estados Unidos.
Una imputación que también terminó en la nada, mientras el caso encallaba en la oscuridad de un fiscal confuso, comenzaba a hacer agua y finalmente se hundía en la impunidad.
Tras mantener el caso en una inmovilidad absoluta durante más de tres años, el fiscal Di Santo pidió apartarse en 2010, justo cuando se hizo la primera marcha pidiendo justicia por Norita, como siempre la llamaron en su familia.
Hasta entonces, nadie de su entorno íntimo -lo primero que quedó en la mira tras el crimen- había ido a la fiscalía a preguntar qué pasaba con el caso.
Ni el viudo Macarrón, entonces en pareja con la viuda de un piloto aeronáutico. Ni el hijo Facundo, ya un abogado que trabajaba en un estudio jurídico porteño. Ni la hija Valentina que, ya recibida de nutricionista, había abierto un negocio de comidas dietéticas y menúes para celíacos en Río Cuarto.
Su negocio pautaba publicidad en el canal de TV local, que de tanto en tanto entrevistaba a su padre, porque Marcelo Macarrón era el médico de la primera división de Urú Curé, el equipo de rugby riocuartense.
La indiferencia en la que quedó el caso tantos años hubiese sido difícil de imaginar para Norita y para quienes la conocieron.
La memoria de la mujer que vivía encantada de sus amigas y su familia; que hacía un culto irrenunciable de la vida social y se esforzaba por ser la anfitriona perfecta en cada fiesta, parecía irse consumiendo como la vela del rincón oscuro de un cuarto al que nadie más entraría nunca.
Sus amigas inseparables, las que aquella noche de noviembre cenaron con ella ravioles de salmón, brochettes y ensaladas en el pub Alvear, jamás dijeron una palabra sobre el caso. Ni salieron a pedir justicia por su esclarecimiento.
Una de ellas se suicidó hace unos años de un modo extraño y horroroso: impregnó con combustible un tapado de piel, se lo puso y se prendió fuego.
Tras el paso de varios fiscales más y mientras el expediente acumulaba polvo, la causa siguió contra el viudo Macarrón y las sospechas de un improbable viaje relámpago de Punta del Este a Río Cuarto, ida y vuelta, antes de que sus compañeros de golf alcanzaran a descubrir su ausencia durante la noche.
No hubo ninguna prueba contra él -ni como autor material ni como autor intelectual del crimen-, y hace dos años terminó absuelto.
La falta de pruebas contra el viudo de Nora fue tan evidente que hasta el fiscal del juicio se abstuvo de acusarlo ante el tribunal.
Ahora un nuevo fiscal del caso comparó el ADN de un varón desconocido en el cinto de la bata de toalla con la que ahorcaron a Dalmasso con el de uno de los trabajadores de la obra que había en la casa al momento del crimen.
También con la ayuda del FBI estadounidense, dio «compatible».
Es imposible entender por qué nadie antes había hecho algo tan obvio, como agotar por completo las posibilidades de comparación de ADN con absolutamente todas las personas que estuvieron en la casa en aquellos días.
Hay mucho por recorrer, ahora.
Primero, interpretar los detalles de la escena del crimen: cómo y cuándo llegó hasta allí el nuevo acusado. Por qué no se llevó el Rolex ni el dinero en efectivo. Y cómo supo que Nora había estado chateando justo con el único celular que faltó en el cuarto donde la mataron. ¿Él se lo llevó? Si fue así ¿cómo y dónde se deshizo del aparato?
Después, un duelo argumental jurídico acerca de la prescripción de los casos penales como éste, que es legal pero absolutamente contrario a la idea de justicia.
Si la acusación prescribe porque la justicia hace todo mal, ¿es eso justo para la víctima y su familia? ¿Lo es para el asesino que obtiene derecho a la impunidad únicamente por la ineptitud de los funcionarios y el simple paso del tiempo?