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La tenés adentro

Ella sabe, pensé. Qué, quién, cuándo, dónde. De Vido, José López, el de los bolsos en el convento, Báez, Máximo. El arrepentido contador de la familia. Recibió los bolsos, contó cómo la hacían, en qué guaridas fiscales la depositaba Daniel Muñoz, el secretario testaferro de Néstor. Cuando ya no se podían ocultar las consecuencias, pobreza, muertos en vida, seis millones de chicos abandonados a su suerte, se invistió en discursos, acusaciones al voleo, aprietes a jueces, recurrió hasta a quien la había denunciado, despreciado, maltratado, pero Alberto Fernández fue inútil.

Seguro que sabe todo, sí, vino a decirme aquel hombre, que ya debe estar muerto, pero, ¿por qué cree que no se reconoce la culpa? A mediados de los noventa atravesé el portón de rejas en la Cárcel de Caseros, ahora cerrada, los detenidos del día anterior seguían donde habían pasado la noche, a la espera de un lugar para dormir. Sin luz natural, ni patio, el edificio no daba para más. Entrevisté a un hombre condenado por robo a mano armada. Los ladrones ya no tienen códigos, lamentó, roban a pobres, matan por nada. Cuando le pregunté por qué estaba detenido, dijo: “mi causa fue armada”.

En la Unidad Uno de la Cárcel de Olmos, nos recibió el director del penal. Los va acompañar un guardia desarmado, explicó, por el riesgo de que los tomen de rehenes. Cuando ya salíamos de la oficina, dijo: “no se preocupen, no va a pasar nada, es una población tranquila, acá no hay culpables”. El aire estancado olía a sudor, hierro oxidado, guiso, sopa recalentada. Con los ojos cerrados puedo ver todavía las manos que salen entre barrotes, los cuerpos furtivos. Las imágenes ocres, grises, neblinosas, desenfocadas, se suceden a la velocidad de la sombra. De fondo se escuchan gritos, ruidos metálicos, voces salteadas.

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Se notaba la tensión. Nos miraban pasar como lo que éramos, extraños, intrusos. Enterado por el guardia de qué hacíamos ahí, qué queríamos, uno de los internos aceptó hablar, los demás se fueron acercando, abriendo. Ya de regreso, cuando repasamos los relatos, turbios, tristes, dramáticos, pasionales, inverosímiles, se notaba un patrón común. “Me confundieron con otro”, “la policía plantó las pruebas”, “no tuve un buen abogado”.

Un hombre de unos sesenta años, pelo blanco, escaso, barba de un par de días, flaco, no muy alto, algo encorvado, era el que llevaba más tiempo preso. Le quedaban unos años para tener salidas transitorias, o pedir la libertad condicional. Tomaba mate en silencio, hacía muecas, como señas de truco, alzaba las cejas, movía levemente la cabeza cuando escuchaba a los otros decir: “No sé por qué caí”, “ya sale la apelación”, “el juez me apretó”, “no tienen nada”.

Camisa lavada, verde claro. Igual el pantalón. Telas gruesas. Ropa de trabajo. A primera vista, aún sin el dato de los años que le habían dado de condena, por las caras que ponía, daba para pensar que le sonaba increíble, o ridículo, casi todo de lo que oía. La ronda se convirtió en un griterío. Se hacia la hora de la salida convenida. Nos dieron papeles con números de teléfono, mensajes para hacer llegar. El hombre nos siguió. Le ofreció un mate al guardia, que caminaba a espaldas nuestras. El guardia aceptó. Esperamos. A la vez que le alcanzaba el mate, miró el grabador. Como si le hablara al aparato, dijo: “yo sí sé por qué estoy acá”.

Buscamos un lugar apartado. Teníamos todavía una media hora. Le sobró con menos de diez minutos para contar su historia. Hablaba corto, seco, sin entrar en detalles. A la noche, cuando apagan las luces es un infierno, dijo, pero ahora casi no tomo pastillas para poder dormir. Los años te van domando, te hacés menos trampas al solitario. Es un castigo duro, merecido para mí. Tarde, o temprano, cumplís, te vas. ¿Pero sabe usted por qué nadie reconoce la culpa?

Porque la llevás puesta. De acá se sale, pero de adentro no. No se soporta saber, darse cuenta que por cosas que al final no valen una mierda, arruinaste la única vida que tenías.

Y que no hay otra.

*Escritor y periodista.

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