Hay lugares donde el tiempo humano desaparece y donde la violencia opaca las voces, las miradas, los cuerpos, y las historias que esos cuerpos cargan y narran. A Mohammad al Shakhouri apenas le quedaban dientes el día que lo condujeron ante su verdugo. Se los habían arrancado con tenazas en violentos interrogatorios denunciados por Amnistía Internacional. El ciudadano saudí, condenado a muerte por participar en varias manifestaciones fue decapitado con sable junto a otros 80 hombres por el asesino régimen teocrático de Arabia Saudí. Un país que no sale en las portadas por sus masacres de civiles en Yemen, ni por el ametrallamiento de mujeres y niños etíopes en sus fronteras, ni por los derechos pisoteados de sus mujeres, ni de personas LGTBI e inmigrantes esclavizados y denunciados por Human Rights Watch, sino por su frenética actividad de «sportwashing» (blanqueamiento deportivo), estrategia que consiste en mejorar su imagen y reputación exterior a través del dominio del deporte internacional.
La Fórmula 1, el Dakar, la Supercopa, el Liv Golf, la adquisición del equipo inglés Newcastle, son solo algunos ejemplos de su actividad dominante, a la que se suman los fichajes de Cristiano Ronaldo por 200 millones de dólares, de Neymar por 150 millones, y el de Karim Benzema por 100 millones. Meses atrás el reino desembolsó 500 millones de dólares por la actual sensación del golf internacional, el español Jon Rham. Su último fichaje como embajador turístico es Rafa Nadal, que manifestaba ante una sociedad española sorprendida que «en Arabia Saudí, mires donde mires, puedes ver crecimiento y progreso, y me emociona formar parte de ello».
El blanqueo de imagen del régimen se inició después de conmocionar a la opinión pública internacional con el descuartizamiento del periodista disidente Jamal Khashoggi, en el consulado saudí de Estambul. Fue entonces cuando el mundo conoció a un régimen con los brazos manchados de sangre hasta los codos. El fiel gendarme de Estados Unidos viola permanentemente los derechos humanos sin condena alguna, mientras, paradójicamente, Julián Assange, hoy en prisión, podría ser extraditado al país norteamericano por denunciar, entre otras cosas, violaciones sistemáticas de derechos humanos por el país que lo reclama. Esas neblinas del «bien» y del «mal» de un mundo al revés que desnuda un cinismo abyecto desde donde se fabrica una realidad deshuesada para un teatro de sombras donde son siempre los inocentes y los débiles los que acaban pagando el precio más alto.
En ocasiones, el fútbol que rara vez visibiliza situaciones de opresión, gira el rostro hacia la súplica, hacia la compasión. Sucedió hace unos días. La hinchada de la Roma enseñó frente al Feyenoord una bandera de apoyo a Julián Assange. Puede resultar poca cosa, pero en este mundo futbolístico tan inexpresivo ante el compromiso político y social, resulta de una inmensidad sorprendente.
Arabia Saudí continuará con su agresiva política de convertir el deporte en un arma para promocionar el país y blanquear la represión que ejerce sobre cualquier tipo de oposición y resistencia. Julián Assange, si es extraditado a Estados Unidos, se enfrenta a una condena de 175 años. Se sabe que cuesta más deshacer una mentira que producirla.
(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón mundial 1979.