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Ernesto Acher y la larga agonía de Les Luthiers

Lo que sí puede afirmarse es que la desvinculación no fue amistosa. Se trató de un divorcio conflictivo. Pero el tiempo fue restaurando las heridas al punto de que, en 2007, durante la celebración en el Centro Cultural Recoleta de una brillante exposición, curada por Carlos Ulanovsky, con paneles y debates que rindieron homenaje al 40º aniversario de Les Luthiers, y que duró alrededor de un mes, Acher y algunos integrantes del grupo volvieron a mostrarse una vez más juntos. En uno de esos reportajes públicos, ante la pregunta de un espectador acerca de las causas de aquel cisma, Acher respondió lo habitual: “El silencio es un pacto de caballeros. No es correcto preguntarle a un matrimonio por qué se divorció, y nosotros fuimos algo parecido a un matrimonio múltiple”.

Sin embargo, con la perspectiva que da el tiempo, hoy pueden recordarse algunas cosas que prueban lo poco amigable que fue el episodio. Y aquí viene un testimonio personal. El mismo día del anuncio de la separación, entrevisté en Radio Del Plata a Daniel Rabinovich, que oficiaba como portavoz. La conversación fue cordial, aunque no exenta de tensiones propias del momento. Ante mi pregunta de cómo seguiría Les Luthiers sin Acher, Rabinovich respondió, sin filtro: “Vamos a estar mejor”. Y no era una broma.

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La formación original. De izq. a der.: Gerardo Masana, Jorge Maronna, Carlos Núñez Cortés, Marcos Mundstock, Ernesto Acher, Daniel Rabinovich y Carlos López Puccio

El matrimonio múltiple

La imagen de Acher sobre el “matrimonio múltiple” no era caprichosa. Les Luthiers fue el único grupo artístico que tuvo un psicoanalista propio (el ya fallecido Fernando Ulloa, quien fue invitado a aquella celebración de los 40 años, bastante después de que les diera “el alta”). Una terapia colectiva, desde luego, a la que se sumó la individual de cada uno.

El psicoanálisis, por otra parte, nunca dejó de integrar, creativamente, los contenidos de sus espectáculos, y uno de los últimos —dicho sea de paso, no de los más logrados— se llamó “Luthierapia”, que se representó yo no en el habitual Teatro Coliseo, escenario de tantas noches de gloria, sino en el más frío Gran Rex. Por algo se comparó, en algún momento, el humor de Woody Allen con el de Les Luthiers, ambos hijos de su época.

El conjunto se había lanzado a la vida artística en 1967 con la imprevista y precoz muerte del padre: el fundador, Gerardo Masana, fallecido a los 35 años de leucemia, antes de que Les Luthiers alcanzaran la madurez y la popularidad a la que llegaron pocos años más tarde. Huérfanos de la guía que ejercía Masana, el sexteto debió amoldarse del día a la noche a las personalidades, decisiones y, desde luego, a la competencia de seis hermanos talentosos. Geniales. Y eso no fue sencillo. Los roces no eran infrecuentes. La verticalidad puede ser arbitraria, pero la horizontalidad se torna a veces inmanejable.

Así, el liderazgo no tardó en volverse sobre Marcos Mundstock (cuya espléndida voz de bajo y su gracia natural suplían su desconocimiento de la música), Rabinovich y Acher, en tanto que Carlos Núñez Cortés, Carlos López Puccio y Jorge Maronna fueron ocupando un honorable segundo lugar, más músicos que músicos-humoristas. Y las triarquías son complicadas.

Acher había sido el último en incorporarse a Les Luthiers (1971), pero no tardó en ocupar un lugar predominante. Ingresó como reemplazo de Mundstock durante una licencia de él, y luego se quedó a pedido de todos. Así lo apuntó en su blog personal: “Daniel Rabinovich y yo estuvimos una noche tratando de convencer a Marcos para que no pidiera licencia del grupo, cosa que finalmente hizo, y para mi sorpresa me propuso como reemplazo, leyendo los textos de presentación y además tocando algunos instrumentos. Mi primera aparición en público con Les Luthiers fue en Rosario, en la Fundación Astengo, trajeado a lo malevo y con el nombre de Arístides Garófalo, haciendo el gag del bandoneón en el estreno del tango ‘¿Por qué te fuiste, mamá?’.”

“Mi debut oficial —continúa— fue en Teatro IFT, en mayo de 1971 y fue bautismo de fuego porque en uno de los números de la ‘Cantata de la planificación familiar’ tenía que tocar el piano y me perdí (costumbre que me acompaña a través de los años) y para salir del lío me paré, fui hacia los que estaban cantando e hice como que reclamaba por algo de la partitura. No recuerdo si la gente se rió; después me dijeron que sí, pero pareció un gag preparado y zafé de mi primer papelón (primero en público).”

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El sexteto Les Luthiers: Ernesto Acher, Carlos López Puccio, Daniel Rabinovich, Marcos Mundstock, Carlos Núñez Cortés y Jorge Maronna.

El músico y creador

La permanencia de Acher dentro de Les Luthiers se extendió durante 15 años (1971-1986). Casualmente o no, coincidió con la etapa más creativa del grupo, aunque no se quiere decir con esto que sólo su aporte fue decisivo. Sí fundamental. El grupo nunca especificó quiénes eran los autores de tal o cual tema, aunque sí se sabe, por declaraciones “fuera de programa” (como solía bromear Mundstock cuando hacían un bis), los nombres de algunas de ellas. En un principio, no tuvieron Les Luthiers un “Lennon y McCartney”, sino ideas personales que luego se transformaban en arreglos colectivos.

Acher, el único especialista en jazz del conjunto (tocaba a la perfección el saxo, el clarinete y teclados), aportó la parte medular de las composiciones jazzísticas, puramente musicales, que después de su salida nunca volvieron a hacerse. Entre ellas “Lazy Daisy” (1977), “Miss Lilly Higgins sings shimmy in Mississippi’s spring” (1974), “Doctor Bob Gordon shops hot dogs from Boston” (1976), y “Papa Garland had a hat and a jazz band and a mat and a black fat cat” (1981).

Actoralmente, alcanzó sus momentos más altos con la interpretación del adelantado Don Rodrigo Díaz de Carreras (el número con el que se cerraba el quizá mejor espectáculo, “Mastropiero que nunca”, de 1974), el capitán de la nave en la desopilante zarzuela “Las majas del bergantín” (personaje que, luego de su salida, estuvo a cargo de López Puccio, enorme músico y director de coro que, sin embargo, le imprimió al personaje un registro distinto, menos gracioso), el “Rey enamorado”, el tanguero de “¿Por qué te fuiste, mamá?” (“Cuando vuelvo al bulín/ que vos dejaste…”) y, en la misma cuerda, el compañero de Mundstock en la no menos divertida “El regreso de Carlitos”, donde parodiaban a dos tangueros que volvían a la patria que nunca debieron dejar, es decir, París.

Les Luthiers, en la primera mitad de los años 80, estaba en la cima de su popularidad: no mucho después de la asunción de Raúl Alfonsín hicieron su primer Teatro Colón (la anécdota más divertida, aquella vez, fue que en la citada zarzuela cambiaron el nombre del “pirata Raúl” por el del “pirata Fermín”, para evitar malentendidos), y empezaron a ganar públicos internacionales con sus giras, sobre todo en España y Colombia. Antes habían hecho —por única vez— un espectáculo en inglés en el Avery Fisher Hall, Lincoln Center, de Nueva York (1980). El cielo era el límite. Eran únicos en el mundo. Su productor de entonces, Chiche Aizemberg, intentó acercarlos a un grupo catalán, Le Tricicle, con el que compartieron escenarios, pero el desnivel entre ambos era notorio. Los argentinos ganaban por goleada.

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Ernesto Acher: su permanencia dentro de Les Luthiers se extendió entre 1971 y 1986

El divorcio y después

A partir de 1986 costó acostumbrarse al quinteto Les Luthiers, ya que optaron por no reemplazar a Acher. La nueva disposición no sólo los afectó en lo musical (aunque siempre estaba el maravilloso pianista Núñez Cortés). La incorporación de “instrumentos informales”, su marca de fábrica, fue quedando relegada hasta que terminó por ser insignificante o superflua; del mismo modo, el grupo comenzó a requerir la colaboración de un humorista externo, Roberto Fontanarrosa.

La nueva formación, que siguió creando nuevos públicos además de conservar al existente, tenía otras características. La dupla Rabinovich y Mundstock, los más populares, fueron conformando un dúo que monopolizó el protagonismo (tanto lo fue que hasta llegaron a actuar juntos en cine, por fuera del conjunto). Ahora sí había un Lennon y un MacCartney. Empezaron a sucederse números seriados —algo inconcebible en la primera etapa— que los tuvieron como actores principales, como “Innovaciones”, el citado “Luthierapia” y “Los premios Mastropiero”. Pese a la creación de sketches que se recuerdan con placer, como el de “Ester Píscore”, su impronta verbal recordaba la estructura de una revista tradicional con capocómicos, y no ya el “lesluthierismo” clásico.

Pero más allá de esto, recordemos lo dicho antes: el país de los 90 y los 2000 ya no era el de los 60. Y mucho menos su cultura y formas. Les Luthiers continuaron vistiendo smoking cuando hasta el Teatro Colón dejó de exigirlo. Ya no se valoraba que no dijeran malas palabras (todo lo contrario), ya pocos recordaban a los engolados locutores de Radio Nacional cuando presentaban ópera, a los que tan bien parodiaba Mundstock, y a veces ni siquiera identificaban a los melódicos de los que se burlaba Rabinovich. Era un humor que no le hablaba tanto al espectador contemporáneo sino a sus padres.

Los nuevos públicos también reían, pero el objeto de la parodia, posiblemente, les fuera desconocido. Como en el “Pierre Menard” de Borges, lo que antes era vanguardia y audacia era ahora anacronismo. “¿De qué se ríen?”, se interrogaba Mundstock en la “Suite de los Noticieros Cinematográficos”, pregunta que legítimamente se le podría formular a un público que jamás había visto un noticiero en un cine, ni un programa ómnibus de domingo, y al que, quién sabe, hasta le cayeran mal las bromas sobre homosexuales (“porque yo quisiera ser/o bailarín o modisto”), o sobre los pueblos originarios en “Cartas de color” con el cacique negro Yogurtu Ngé, el que tuvo que huir precipitadamente de la aldea por culpa de la escasez de rinocerontes. Paradoja de los tiempos: a la dictadura le caían mal las bromas con el “cabo primero Anastasio López, ministro de cultura”. Ahora podría ofender la “incorrección política”. Ante tal cambio de paradigma, algunos números dejaron de hacerse. El humor suele molestar.

Y, si a Les Luthiers no lo favoreció la salida de Acher, a él tampoco le fue mejor pese a sus nuevos emprendimientos. En 1986, apenas separado de Les Luthiers, publicó el disco “Juegos”, un elaborado trabajo de parodias musicales clásicas (la “Sinfonía 40” de Mozart, el “Peer Gynt” de Grieg), sin repercusión más allá de un reducido círculo de fieles.

Después fundó, junto al pianista de jazz Jorge Navarro, La banda elástica, cuya existencia sólo fue de cinco años (1988-1992). La integraban otros grandes del jazz como Ricardo Lew, Enrique «Zurdo» Roizner y Hugo Pierre. Sus actuaciones, sin embargo, jamás tuvieron ni la sombra de público que cosechó Les Luthiers a lo largo de las décadas, lo que precipitó su disolución.

Acaso la actuación más sintomática de este fenómeno fue la de La banda elástica en el Luna Park junto con la Camerata Bariloche (1991), espectáculo que repitieron sólo un par de veces en el Teatro Ópera. La intención era fusionar música clásica con jazz y humor. Una mixtura tan agradable como fallida. Al terminar cada concierto, los músicos arrojaban al aire sus partituras y, si la platea sonreía, era más por empatía que por verdadero entusiasmo. Allí quedó claro que hay un público que va a escuchar música, y otro que va en busca de humor. Intentar hacer de ambos uno solo no encontró su formato. Sólo Les Luthiers logró el milagro.

No tardó mucho Acher en radicarse en Chile junto con su familia, donde hizo de todo. Música, docencia, y hasta poco felices espectáculos de stand up. La última vez que lo entrevisté (4 de octubre de 2017, de regreso a la Argentina), su desencanto, y su tristeza, eran evidentes.

“En Chile me he llevado sorpresas desagradables —dijo en el diálogo—. A mí no me preocupa tanto la forma de la educación, porque todo tiene que evolucionar, pero sí el deterioro de la educación. El lenguaje es un código de la comunicación. Si se deja de escribir no se percibe el error. Fontanarrosa solía defender la tesis de García Márquez sobre el fin de la ortografía, el no respeto a las normas ortográficas. Pero mirá quiénes lo decían: dos prosistas extraordinarios. Era una travesura. En la práctica es una desagradable realidad. La noción social de la cultura se ha deteriorado”.

Y su visión de la música popular era similar: “No soy muy optimista. La instrumental está desapareciendo, y además suele convertirse en mero soporte de versitos de mala calidad. Afortunadamente siguen activos monstruos como Chico Buarque, que es una exquisitez. Pero son los menos”.

Les Luthiers anunció su disolución el 5 de enero de 2023. Sin Rabinovich, fallecido en 2015; sin Mundstock, fallecido en 2020, y con Núñez Cortés retirado por decisión propia cuando cumplió los 75, el grupo sólo se sostenía en López Puccio y Maronna como sus únicos integrantes históricos; el resto eran reemplazantes que no tuvieron tiempo de imponer una personalidad propia, sino que remedaban a los miembros desaparecidos.

Hasta último momento, y pese al inocultable desgaste de los años, algunos de los “luthierólogos” más conspicuos se consolaban con esta teoría: ¿por qué no imaginar un grupo que renovara enteramente sus integrantes pero mantuviera nombre, estilo, tradición, tal como hacen tantas orquestas sinfónicas en el mundo? La fantasía era hermosa, pero ni ellos se la creían. Sería como Los Beatles o los Stones sin sus miembros originales. Ni siquiera los cuartetos de cuerda, salvo rarísimas excepciones como el Cuarteto Borodin (1945), sobrevivieron a sus fundadores.

El alejamiento de Ernesto Acher, como la disolución final del grupo, forma parte de ese mismo proceso: el de una experiencia artística que alcanzó una intensidad difícilmente sostenible sin transformarse o agotarse. Nada de ello invalida lo que hicieron. Por el contrario, lo vuelve más precioso en su dimensión histórica.

Tal vez por eso la decisión de Quino, otro hijo de los sesenta, sigue funcionando como un modelo. Cuando en 1973 decidió dejar de dibujar Mafalda, lo hizo para evitar, en sus propias palabras “que envejeciera mal, que se volviera un comentario forzado sobre un mundo que ya no era el suyo”. No fue un gesto de renuncia, sino de responsabilidad artística.

Les Luthiers eligieron otro camino, legítimo y comprensible, con aciertos y desgaste. Pero la comparación ilumina una misma pregunta de fondo: no cuándo una obra termina, sino cuándo conviene que lo haga. Y en ese dilema —tan incómodo como inevitable— se juega, muchas veces, la verdadera medida de un legado.

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